UN SUBCAMPEONATO QUE DUELE

NI EL ORO NI EL BARRO

Por Hugo Caric

No pudo ser, y duele. Al fin y al cabo, la plata nunca alcanza y el fútbol no es la excepción de esa regla que la gran mayoría de los argentinos conocemos casi desde el pitazo inicial de nuestras vidas. También es cierto que la plata vale, y mucho, más que todo por el orgullo que representa conseguirla con sacrificio y otras buenas armas. Igualmente, duele.

El seleccionado argentino estuvo a punto de convertir en oro su participación en Brasil 2014, pero le faltó el último toque. Ni Higuaín, ni Messi ni Palacio tuvieron ese acierto que los convirtiera por una tarde en un Rey Midas. En el caso del “Pipita”, con un agregado extra: un grosero error del árbitro italiano Nicola Rizzoti, devenido en el Dionisio que, sin que nadie se lo haya pedido, osó quitar el don. 
Alemania, que ya había descubierto algunas grietas entres los marcadores centrales albicelestes, no perdonó en la última chance que tuvo, y se llevó la Copa. De nada valió el postrero intento de Lionel Messi, ese tiro libre que terminó con la pelota desconcertada en una tribuna, pegándole donde más le duele, en el corazón, a la ilusión de miles de hinchas argentinos que coparon el Maracaná. 
¿Fue acertado que Agüero entrara por Lavezzi en el entretiempo? ¿Era Gago el recambio de Enzo Pérez? Con el máximo trofeo de la Fifa viajando hacia Berlín, estas y otras discusiones ya no tienen asidero. “Hicimos todo lo que pudimos, no teníamos más”, se sinceró Javier Mascherano después de la gran final. “Estoy orgulloso de estos jugadores”, reflexionó el seleccionador Alejandro Sabella, quien durante la estadía brasileña debió lidiar con sus temores, con los cuestionamientos, con las evidencias que le iba demostrando la competencia y con las lesiones que no le permitieron hacer coincidir en el césped, más que de a ratos, a los “cuatro fantásticos” que, juntos, eran la mayor fortaleza de su equipo. 
Mejoró el funcionamiento defensivo, es cierto, y ante las ausencias y la implacable disyuntiva de los “punta y hacha” el equipo se hizo fuerte a partir de Javier Mascherano, el capitán sin cinta, el nuevo jugador del pueblo. “Estoy cansado de comer mierda”, dijo el volante central antes del cruce ante los belgas por cuartos de final, la instancia tras la cual él y sus anteriores compañeros (incluidos los contemporáneos Messi y Maxi Rodríguez) habían tenido que armar las valijas en 2006 y 2010. Esta vez se pasó aquella barrera, pero no se pudo alcanzar la cima que Masche y el resto anhelaban. 
El equipo alemán fue un digno campeón. No exhibió figuras sobresalientes, pero sí un muy aceitado funcionamiento colectivo. Rindió del mismo modo con Hummels o Mertesacker, con Klose o Götze, con Müller o Schürlle, con Khedira o Kramer; no es poca cosa. Argentina, en cambio, terminó apostando al espíritu, a la hombría, al orden y a alguna aparición de su genio; y no le alcanzó. Otro trofeo dorado, el que distingue al mejor futbolista del certamen, fue el consuelo para un Messi que, aunque siempre influyente, sólo mostró destellos de su gran talento y muchos pasajes de impotencia y desencanto. 
La grandeza de “la Pulga”, refrendada en dosis homeopáticas en las canchas brasileñas, quizá no merecía una distinción que más tuvo que ver con lo que se juega afuera de la cancha que con lo que se vio en el césped. Porque en la Fifa, se sabe, no todo lo que brilla es oro. El subcampeonato mundial no alcanza y vale, las dos cosas por igual. Quizá no sea ni tan poco ni tanto, según cómo se lo mire. Ni el oro ni el barro. Plata o mierda.